Martes 24-9-2019, XXV del Tiempo Ordinario (Lc 8, 19-21)

«Vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos». Jesús se encuentra en el apogeo de su misión pública. Ha realizado grandes milagros: ha resucitado al único hijo de una viuda en Naim, ha curado al siervo de un centurión, la gente se agolpa a su alrededor para tocarle, dentro de poco multiplicará los panes para más de 5.000 hombres… Sus palabras, que hablan de vida, de bienaventuranza, de misericordia, son escuchadas por miles y miles que le siguen. Había escogido a doce apóstoles para enviarlos delante de él, y después tuvo que enviar a otros 72. Seguro que Galilea entera sería un hervidero de noticias sobre Jesús de Nazaret. Hasta en el último rincón de la región se hablaría de las maravillas que obraba y decía. Y estas noticias, como no, llegaron también a la pequeña aldea de Nazaret. La madre de Jesús, la Virgen María, y sus «hermanos» (aunque la palabra griega bien se puede traducir por «parientes cercanos») escuchaban todo tipo de rumores, muchos quizás exagerados. También les llegaría el eco de sus disputas con los fariseos. No sabían a qué atenerse… Y como no podía ser de otro modo, María y sus otros parientes se pusieron entonces en camino para ver qué pasaba de verdad.

«Pero con el gentío no lograban llegar hasta él». En este pasaje evangélico, como en tantos otros, la puesta en escena es crucial. Debemos imaginarnos la escena. Jesús estaría probablemente en una casa (¿quizás la de Pedro en Cafarnaum?), rodeado de muchedumbres. A cada uno le dirige una mirada, le escucha, le comprende, le cura. Los apóstoles no saben muy bien qué hacer con tanta gente. Es todo un caos: unos vienen, otros se van, la mayoría se queda sentada alrededor para escuchar al Maestro. Hay personas que ha caminado días para encontrarse con él. Y entonces, entre esa muchedumbre, llegan también María y los otros viejos conocidos de Nazaret. Intentan abrirse paso y llaman a Jesús a voces. Buscan con la mirada a alguno de los apóstoles más cercanos. Pero la madre no logra llegar hasta su hijo. Hay demasiados a los que curar y enseñar. Entonces María comprende perfectamente que Jesús ya no pertenece a Nazaret, a los suyos, a su madre. Ahora Jesús pertenece a todos esos pobres y necesitados que le rodean y acuden a él. Quizás en este momento a María le volverían a atravesar el corazón esas palabras que escuchó de labios de su hijo en el Templo, hace ya mucho tiempo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».

«Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen». El desenlace de esta escena es sorprendente. ¿Está Jesús despreciando a su Madre? ¿Podría ser eso? Nada más lejos. Porque no hay nadie en el mundo que haya escuchado la Palabra de Dios y la haya cumplido en su vida como María Santísima. Pero el Señor hace ver a todos -también a su Madre- que Él ahora tiene una nueva familia. Una familia muy grande: la de todos sus discípulos de todos los tiempos. Y en esa familia entramos tú y yo, que estamos también allí sentados alrededor del Maestro, escuchando su Palabra, dejándonos transformar por ella y experimentando la fuerza de su salvación. Nosotros somos la nueva familia de Dios. Pidámosle hoy a María, la Madre de esta nueva familia: ¡Madre, enséñanos a escuchar la Palabra de Dios y a cumplirla! ¡Madre, enséñanos a ser parte de esta gran familia de Dios!