(Y continuamos, con la misma traición, pero contada por Mateo)

¡30 monedas de plata por el Mesías! Y una horca hecha por él mismo como anestesia de su desesperación. Esta fue toda la ganancia de Judas en la trama dramática de la pasión de Cristo.

Ayer nos introdujimos en algunos entresijos de este malogrado personaje, símbolo de toda traición, de la que deberíamos aprender constantemente para alejarnos de ella y no dar un traspié.

¿No te has equivocado, Señor, al perdonarme siempre, sabiendo que con demasiada facilidad te vendo por 2 monedas? Y nos ponemos delante de la cruda verdad de nuestra vida, abrazándola: en la amarga pasión de Cristo todos, salvo su Madre, todos asumimos el papel de traidores y verdugos, por acción o por omisión. Lo que está sucediendo en realidad es mucho más profundo que una trama ya conocida de sobra y que todos los años la Iglesia, como madre, nos ayuda a profundizar: es la batalla final entre la luz y las tinieblas, cuyas consecuencias abarcan toda la historia de la humanidad. Es la guerra crucial en la historia de la salvación.

Cristo ha venido a desnudar nuestra traición, a manifestarla, a ponerla ante nuestros ojos con una contundencia inusitada: “¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!, ¡más le valdría a ese hombre no haber nacido!”. Lejos de ser un juicio condenatorio, es descriptivo de lo que vamos a contemplar después: Judas se ahorcará por pura desesperación. Describe la conciencia de un hombre hundido, encarcelado, esclavizado. Fracasa el proyecto de su vida, termina en el vacío y la soledad más absolutos.

Aquí es donde resplandece la imponente figura del Corazón de Cristo: sólo la misericordia divina sana la fealdad del pecado, su traición más amarga. A nosotros nos puede parecer injusto tener misericordia de un arrastrado como Judas. La misericordia puede ser un sinsentido. Pero para Jesús no lo es: Él conoce bien hasta qué punto el pecado esclaviza nuestra vida, termina en la horca de la lejanía de Dios, y viene a ofrecernos a todos, nos solo a Judas, sino a todos, pecadores, el único remedio redentor: el camino de un amor sacrificado y crucificado. Se trata del camino más difícil, más misterioso y trágico que el Mesías se dispone a recorrer mañana y pasado en obediencia al Padre. No lo comprenderemos nunca en su profundo designio: nos toca, sobre todo, contemplarlo una y mil veces, pidiendo al Paráclito que ilumine nuestras escasas luces.

¡Cristo le da el pan a Judas! (apareció ayer en el evangelio). ¡Y Cristo sabe lo que ha hecho! Pero no puede responder de otro modo: quiere salvarlo, quiere llamarlo a la luz, rescatarle de las arenas movedizas en que se ha metido. Judas, y luego Pedro, y los otros discípulos, y tú y yo… Estos días todos nos vamos a hundir. Nada de estar con el agua al cuello. Son días radicales: ¡es necesario que nos hundamos! Con el pecado a cuestas no valemos nada, no podemos nada, no sabemos nada. Sólo cuando estamos hundidos, como María Magdalena a punto de ser apedreada, entendemos que la mano crucificada que mete Cristo en el agua para sacarnos es nuestra única salida. Esa mano porta el mismo pan que ofrece Jesús en la última cena al traidor tenebroso. ¡Coge la mano, coge el pan! Agarremos fuerte el brazo de Cristo: ¡Él impide que nos ahoguemos por el pecado!

La primera lectura y el salmo describen proféticamente con pelos y señales lo que este próximo jueves y viernes va a convertirse en la cruda realidad en la vida de Jesús. Pero también nos detallan ese mundo interno del corazón del Hijo del hombre que se aferra a su unión con el Padre para soportar lo que se le viene encima. ¡El Amor vence siempre!

¿Preparados?