Si leemos el evangelio de hoy (Jn 6,44-51), pausadamente y dedicamos unos momentos a meditarlo, es probable que experimentemos una gran emoción. Siempre hay que pedir al Señor que nos lleve a los sentimientos de su Corazón y que los nuestros sean transformados en el suyo. Es entonces cuando le damos espacio para que se nos haga presente; cuando no lo reducimos a lo que nos sucede sino que dejamos que los acontecimientos de nuestra vida (tristeza, dolor, pesadez, aburrimiento, melancolía,… o sus contrarios) entren en el misterio de Dios, o mejor que nos abramos para descubrir que Dios ya estaba en ellos : “Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia para contigo” (Jr, 31, 3). El Padre nos ama desde siempre.

Pero ¿cómo descubrir cómo nos ama?. Jesús nos dice que podemos que podemos oír la voz del Padre, pero sólo lo ha visto el Hijo. Por eso se dan tantas deformaciones en la imagen de la paternidad de Dios, porque no se mira al Hijo (y queremos ser hijos de manera diferente a como lo es el Hijo, Jesús). Y de una filiación distinta surge una idea distorsionada del Padre.

Por tanto, para saber cómo Dios es mi Padre tengo que mirar a Jesús y abrazarme a Él, para que lo que Él ve del Padre me lo enseñe.

Por eso Jesús nos da a comer su carne, para que podamos unirnos a Él y conocer al Padre. Y comiendo su carne un día podremos estar, también con nuestro cuerpo en su presencia: “El que coma este pan vivirá para siempre”.

En estos momentos de “ayuno” eucarístico por la situación de la pandemia, se nos ofrece la oportunidad de acrecentar nuestro deseo de recibir la comunión. De valorar lo que tantas veces hemos tenido a la mano y de lo que ahora estamos privados. Así crecerá nuestro deseo en el Corazón. Mientras, por la comunión espiritual, nos unimos a Él. Que la Virgen María nos ayude a crecer en el amor a Jesús.