Una persona enferma no puede dejar de decir la verdad aunque se ponga mil disfraces para disimularla. Se le notaría la mentira en la cara, no sé, habría alguna expresión que delatara su situación anómala. Los niños tampoco saben mentir, por eso producen esa naturalidad que tanto se echará de menos en la adolescencia, cuando la criatura empieza a taimarse, y a esconderse de las agresiones con el reflujo de las mentiras. El niño no sabe enrevesar la verdad hasta darle la vuelta, el niño sólo sabe decir la verdad. Parece que crecer es sinónimo de ir perdiendo la sinceridad originaria que se nos ha regalado para llevarla en la mano. El otro día me decía un padre de familia que le entristecía que en estos tiempos ya no valga estrechar la mano a alguien para hacer de cualquier pacto un compromiso para siempre. En el siglo XVII todo nuestro teatro español no hablaba de otra cosa más que de honor, del honor vulnerado… del honor como signo del propio compromiso… Era como si cualquier palabra humana fuera ya de por sí, palabra verdadera, ¿os acordáis de aquel dicho “soy un hombre de palabra?”, la palabra pronunciada como palabra que ha entregado el alma.

El Señor lo dice hoy en el Evangelio, no hace falta avalar una aseveración con un juramento. No es preciso jurar por nada ni por nadie, porque el sí del hombre vale como sí, y el no, como no. Somos hechura divina, cuando Dios hizo el firmamento y las estrellas, según la Escritura, no hizo más que pronunciar la realidad y la realidad se hizo. El corazón humano busca a gente que no se esconda en la mentira ni en apoyaturas externas, queremos vernos por dentro y eso sólo puede tener lugar si las palabras son verdaderas. Quiero volver un segundo a los enfermos. En los días en que la pandemia arrasaba en los hospitales, tuve un diálogo muy breve con una anciana que empezaba a demenciarse en su habitación, ya que los familiares no podían entrar y cada día se le acercaban unos seres disfrazados de astronautas de la NASA, cubiertos con escafandras y trajes espaciales. Como veía que se me perdía en vaguedades, tuve una conversación muy directa: -¿Josefina, qué quieres? -Quiero todo -¿Y qué es todo? -Quiero a los míos. Y hasta aquí el diálogo que mantuvimos. Cuánta verdad hubo en aquello, su sí era un sí rotundo, la necesidad de los suyos no era en absoluto impostada.

Hoy deberíamos pedirle al Señor, en el sosiego de nuestra oración con Él, que pusiera en nuestros labios siempre las palabras verdaderas. Que todo lo que llevamos dentro tenga una correspondencia clara en el rostro, en los gestos. Ojalá un día, aquel que ha perdido la esperanza en el mas allá y en una vida con un sentido trascendente, el pobre Woody Allen dice en su reciente autobiografía que el día de su muerte espera que esparzan sus cenizas en la puerta de una farmacia, pueda mirarte y por tu sinceridad llegue a decir, “es verdad, hay una vida mejor, me lo dice la verdad de tus palabra”. Habrá que aprender de los niños y de los enfermos