Comentario Pastoral


LOS MIEDOS DE HOY

Están cambiando tanto las cosas y surgen tan vertiginosamente las inseguridades en el mundo de hoy, que por doquier crece el miedo. Para muchos esta época está siendo un terremoto. La tierra firme se ha convertido en un mar alborotado y lo inexpugnable se ha caído.

El miedo es legítimo. Nace del instinto de conservación, de defensa del medio vital y del deseo de permanecer en una seguridad, que anteriormente se ha disfrutado. El sentimiento del miedo surge desde la amenaza y desde la pérdida. Hay cosas que es necesario conservar y que en el diluvio del cambio han quedado soterradas. Resistirse a que desaparezcan, padecer temor por perderlas, es bueno. Lo malo es cuando el miedo nos paraliza y nos avasalla, impidiendo emprender el camino de la reconstrucción y de la apertura al futuro.

Ni en la Biblia ni en la liturgia encontramos un texto en el que al expresar el fiel su temor ante los peligros de este mundo, no exprese también al propio tiempo su confianza en Dios.

Existe un miedo ilegítimo, que nace del deseo desenfrenado de seguridad. Algunas estructuras sociales y religiosas se consideran un refugio. Se buscan brazos poderosos para que protejan. Por eso la seguridad muchas veces es evasión, huida, miedo a tomar decisiones y responsabilizarse con ellas.

La vida es inseguridad, búsqueda, riesgo, camino sobre el mar, sospecha, intuición, palpar entre sombras. La verdadera actitud vital no es la seguridad, sino la fe, la confianza, la lucha contra la duda, la superación de la indecisión. Huir de la realidad y cerrar los ojos es no tener fe. El evangelio (el texto que se lee en este domingo es una maravilloso ejemplo) está lleno de invitaciones a no temer.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Jeremías 20, 10-13 Sal 68, 8-10. 14 y 17. 33-35
san Pablo a los Romanos 5, 12-15 san Mateo 10, 26-33

 

de la Palabra a la Vida

Es casi inevitable para nosotros, cristianos, al escuchar la profecía de Jeremías de la primera lectura de hoy, no ser llevados con las alas de la fe hasta el mismo Cristo, modelo del justo perseguido. Jesús nos ha advertido en el evangelio de algo que ya hemos visto en sus «primeros discípulos», los profetas: igual que Él ha sido perseguido, también lo serán los suyos.

Después del tiempo de Cuaresma, de la Pascua y de las fiestas dominicales del Señor, el primer mensaje que recibimos en el domingo es este. Es claro su sentido: os quedan veinte semanas por delante, un largo trecho hasta que vuelva el Adviento, así que sabed lo que os espera en el seguimiento del Maestro y sed fuertes. Este camino del Tiempo Ordinario no es un camino de flores y alabanzas, sino que es exigente en todos los momentos. Porque alguien que no trata de vivir las cosas con una recta moralidad, alguien que no busca seguir a Dios, es difícil que tenga un criterio desde el que pueda dejarse corregir, pero a quien trata de seguir al Señor, pronto habrá quien le busque el error, la equivocación o el pecado para echarle en cara su buen deseo y evitar que pueda reprochar al que yerra. «Mis amigos acechaban mi traspié» significa eso mismo, que estaban esperando mi error para denunciar mi incoherencia.

Por desgracia para el cristiano, el anuncio y la fe en Jesucristo tienen que ir seguidos de una santidad de vida que produce no pocos disgustos por la propia debilidad: ¿Quién no ha tenido que escuchar aquello de: «tú mucho ir a misa pero luego…»? Esa búsqueda de hacernos daño en la propia debilidad no debe producimos miedo. Ni nuestro acierto provoca alegría al mundo, ni le interesa, sino que aumenta el deseo de apagar esa luz que supone siempre la búsqueda del bien.

Dos razones nos muestra el Señor en el evangelio de hoy para no tener miedo: la primera, que «hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados», es decir, que Dios sabe bien de nuestra capacidad y aguante, que nunca serán superados por mucho mal que nos ataque. La segunda, que siempre que nos declaremos discípulos de Cristo, sabemos que podremos contar con su ayuda y defensa. «Que me escuche tu gran bondad» es una invitación a perseverar en nuestro testimonio, que, por lo tanto, no debe verse intimidado por las amenazas ni escondido por nuestras debilidades: «nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, y nos hacemos siervos vuestros por amor a Jesús» (2Co 5).

Sí, hablamos del Señor. Él es bueno, él nos cuida. ¿Dónde puede la Iglesia aprender a ofrecer semejante testimonio, decidido, sereno, ardiente? Sin duda, lo aprende en la celebración de la eucaristía, en la liturgia de la Iglesia. En ella empleamos palabras que no son nuestras. Recibimos fuerzas que no son nuestras. No somos enviados por decisión nuestra. Es Cristo el que hace, nosotros los que aprendemos lo que Él quiere que hagamos. ¿Acepto aprender a dar testimonio en cómo la Iglesia lo hace conmigo? ¿Recuerdo siempre, en el éxito y en el fracaso, que hablo de Cristo, que mis palabras son de Cristo?

En el camino de la vida, como en el del Tiempo Ordinario, no tenemos que dudar: Cristo nos hace capaces de anunciarlo, ya cuenta con nuestra debilidad, que si los adversarios la esperan para atacarnos, Cristo la acoge con cariño para hacerse presente por medio de ella.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

El domingo, establecido como sostén de la vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de comunión y de alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivos de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestras ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en el que la comunidad cristiana clama a Cristo su «Marana tha, ¡Señor, ven!» (1 Co 16,22). En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que «no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23).

(Dies Domini 84, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

 

Lunes 22:

2 Re 17, 5-8. 13-15a. 18. El Señor arrojó de su presencia a Israel, y solo quedó la tribu de Judá.

Sal 59. Que tu mano salvadora, Señor, nos responda.

Mt 7, 1-5. Sácate primero la viga del ojo.
Martes 23:

2 Re 19, 9b- 11. 14-21: 31-35a. 36. Yo escudaré a esta ciudad para salvarla, por mi honor y el de David.

Sal 47. Dios ha fundado su ciudad para siempre.

Mt 7, 6. 12-14. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.
Miércoles 24:
Natividad de san Juan Bautista. Solemnidad.

Is 49, 1-6. Te hago luz de las naciones.

Sal 138. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente.

Hch 13,22-26. Antes de que llegara Cristo, Juan predicó.

Lc 1,57-66.80. El nacimiento de Juan Bautista. Juan es su nombre.
Jueves 25:

2 Re 24, 8-17. Nabucodonosor deportó a Jeconías y a todos los ricos de Babilonia.

Sal 78. Líbranos, Señor, por el honor de tu nombre.

Mt 7, 21-19. La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena.
Viernes 26:
San Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero. Memoria.

2R 25,1-12. Marchó Judá al destierro.

Sal 136. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de tí.

Mt 8,1-4. Si quieres, puedes limpiarme.
Sábado 27:

Lam 2, 2. 10-14. 18-19. Grita al Señor, laméntate, Sión.

Sal 73. No olvides sin remedio la vida de tus pobres.

Mt 8, 5-17. Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob.