Sabiendo que es Dios, creo que hay pocas cosas que nos pueden alentar más que la humanidad de Jesús, pues, por decirlo de algún modo, probablemente impropio, humaniza sentimientos divinos (en el fondo, la devoción al corazón de Jesús tiene mucho de esto). ¿Por qué digo esto? Porque hoy vemos cómo Jesús también se turbaba en su espíritu, cómo la humanidad del Señor no le ahorraba miedos e inquietudes, esas mismas por las que nosotros pasamos en este tiempo y tantas otras veces. Y me preguntaba cómo se estará sintiendo Nuestro Señor ante mi actitud en este tiempo. Te invito a reflexionar sobre lo mismo. ¿Hago sonreír al Señor?, ¿le consuelo?, ¿le he preguntado si quiere que haga penitencia?, ¿he procurado consolarle a base de actos de caridad?
Una de las cosas que tenemos que tener claras es que cada pecado que cometemos es una verdadera traición al Señor. Cada vez que dañamos al prójimo, a un hijo suyo, estamos haciendo lo mismo que hizo Judas con Dios Padre (salvando las distancias, pero la analogía es clara): atacar a un hijo suyo. Un padre no permite que su hijo sea humillado ni aún cuando ese hijo ha sido un perdido. ¡Pensemos en la parábola del hijo pródigo! ¿Alguien se imagina al Padre permitiendo al hijo mayor despotricar del hijo menor cuando éste coge su parte de la herencia y se larga? ¡No! El Padre ora por el hijo perdido como nosotros debemos hacerlo por los pecadores. Por eso debemos cuidarnos mucho de hacer mal o, como parece que está de moda en estos tiempos, responder al mal con más mal en lugar de detener la bola de pecado. Cada vez que no hacemos esto estamos entrando en una especie de guerra que tiene como víctima principal, que no colateral, al mismo Dios. Jesús, justo antes de la escena que hemos leído hoy, nos ha dicho: «sed uno como el Padre y yo somos uno». No contemplo la posibilidad de que pensemos que somos como el Señor y que tenemos potestad de dirigirnos a alguien como Jesús a Judas. Creo que eso no hace falta ni explicarlo, pues las palabras de condena eterna sólo corresponden a Dios y esto no deberíamos ni dudarlo.
Pero, insisto, el Señor ya tiene bastante con la cantidad de injusticias que cometemos los hombres; ya tiene bastante con el olvido de Él que tenemos; ya tiene bastante con ver cómo la maldad provoca miles de muertes inocentes en todo el mundo; ya tiene bastante con ver cómo, en lugar de ponernos a convertirnos, permitimos que entre el odio en nuestro corazón, sea contra alguien que tengamos al lado o contra un político de turno, especialmente cuando se advienen elecciones. El rencor, el odio y la sed de venganza son cosas diabólicas. ¡Jamás proceden de Dios!
Por eso, ante nuestra tendencia al pecado, ¡CONVIRTÁMONOS de una vez! ¡Ahora es tiempo de conversión, no de enzarzarnos con rencores! ¡Basta ya de permitir espacio al rencor en nuestro corazón! Judas no detuvo esta bola y acabó vendiendo al Señor. Detengámosla nosotros.