Vemos a Jesús en el lago como al principio de la historia de los discípulos. Como cuando se acercó a la barca de Pedro y le pidió que la separase un poco de tierra para poder predicar desde ella como si fuera su cátedra. Como aquella primera hora en la que Jesús le pidió que remara mar a dentro y echasen las redes. Como aquel día en el que contra toda lógica y previsión se llenaron las redes de peces y Pedro se cayó rostro en tierra preso de estupor pidiéndole: “apártate de mí que soy un pecador”.

Hoy Jesús viene a rescatar a Pedro de su deriva, de su tristeza, de su muerte que, aunque fuera temporal era auténticamente real. Para Pedro el hecho de haber negado a su señor hasta en tres ocasiones supuso el peor de los desenlaces posibles. Transcurridos unos días después de lo sucedido, Pedro decide volver a la vida de antes, como sucede tantas veces en los duelos de los hombres de todos los tiempos. Cuando dice “voy a pescar” otros apóstoles que le acompañaban deciden sumarse a la tarea ellos también. Pero aquella noche no pescaron nada y eso fue algo más que un hecho dramático fue también un signo de lo que podría ser la vida sin Cristo, de lo que es de hecho nuestra vida sin Él: nada, vacío, esterilidad y sin sentido.

Pero al amanecer Jesús se acerca a esa barca para devolver la esperanza a Pedro y a los demás. “Echad las redes”. Después del almuerzo que Jesús preparó de panes y peces asados, incluyendo los recién pescados, sucedió este encuentro de resurrección entre Jesús y Pedro.

Es evidente que la triple pregunta, “Pedro, ¿me amas?”, corresponde a la triple negación, pero no hay que ver en ella ninguna ironía ni mucho menos reproche o ensañamiento, es la última lección que el maestro tiene que impartir aquel que va a ser su vicario en la tierra, aquel que va a recibir la tarea de pastorear su rebaño y apacentar sus ovejas. Lo único necesario para asumir esa tarea será un amor sincero por Cristo.

Para poder realizar la encomienda que recibe lo único que necesita Pedro es esa identificación por amor con el maestro; no será ni su fuerza ni su sabiduría la que le sostengan en los momentos de pruebas, persecuciones y dificultades. Solo el amor, y este lo regala el resucitado a manos llenas a todo el que se acerque con un corazón herido y necesitado de amor y de perdón.

Vivamos con alegría este tercer domingo de Pascua con la conciencia de que Cristo resucitado no nos deja en la vaciedad, no nos abandona en nuestra esterilidad, sino que ha querido llamarnos, elegirnos y enviarnos para que en su nombre vayamos y demos mucho fruto y un fruto que permanezca para la vida eterna.