El otro día comentábamos que Jesús no dejó nada escrito. Siendo el Verbo encarnado, el Logos de Dios, nuestro camino de acceso a Dios, ese dato no es aparentemente lógico: teniendo en cuenta la extensión del Antiguo Testamento, llega el momento culminante de la historia de la salvación ¿y Cristo no nos deja nada escrito? ¡Vaya chasco! ¡Con la cantidad de cosas que había dicho Dios hasta ahora a través de los profetas y los patriarcas!

La naturaleza humana tiende a conservar mal la tradición oral, que puede desfigurarse con el paso de las generaciones. Además, cuando se trata de fenómenos religiosos o milagrosos, la tendencia hiperbólica monta un decorado rococó que imposibilita conocer la realidad que los fundó. Y así, partiendo de un hecho maravilloso, la prolija decoración puede acabar convirtiéndolo en una mera leyenda o un mito. De hecho, muchos ven a Cristo así, como una leyenda o un mito. También ayuda a eso que parte de las religiones encuentran en estos elementos su fundamento. El problema es que no son reales.

Para evitar el olvido, la tergiversación y la mitologización, es importante contar con un testimonio escrito: evita que se pierda el hecho original y permite una comprensión más directa a las sucesivas generaciones. Pero Cristo, el Maestro, dejó toda su enseñanza en el corazón de los discípulos, que le acompañaron tres años de vida pública. Y, aunque Él no escribiera, podría haber mandado a los apóstoles que lo hicieran. Tampoco eso aparece explícitamente en los evangelios. Este dato me ha llamado siempre mucho la atención, dado quién es Jesús y el modo de proceder propio de los humanos tan tendentes a jugar al teléfono escacharrao. Me parece que es jugarse demasiado a una sola carta.

Los discípulos, anclados al comienzo en la tradición judía, continuaron leyendo la Escritura en las celebraciones de los sábados. Y los domingos se reunían de nuevo para la fracción del pan, según el mandato de la última cena. No existían los evangelios, y la tradición oral era la clave de todo. Pronto surgió la necesidad de poner por escrito los dichos y hechos del Maestro, pasando de la tradición oral a la tradición escrita. Comenzaron por lo más importante, el corazón de todo: la pasión, muerte y resurrección. Es lo que se denomina el «keryma», el dato fundante de la fe, la quintaesencia del cristianismo. Con el correr de los años y la inevitable desaparición de los discípulos —por fallecimiento o martirio—, comenzaron a escribirse sus testimonios antes de que fueran a descansar a la Casa del Padre. Juan lo hizo él mismo; san Mateo también; san Pedro es el principal apóstol detrás del evangelio de san Marcos; san Lucas recoge los testimonios de los apóstoles y de san Pablo, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles. Con esto, ya tenemos a todos los autores del Nuevo Testamento. ¡Pero ninguno de ellos es Jesús!

A lo largo de esos años, hubo muchas historias de tradición oral que no eran verdaderas. ¿Cómo distinguir las verdaderas de la falsas? Esa fue la tarea de la tradición oral: los apóstoles, sus sucesores y san Pablo son el filtro que determinó el contenido del Nuevo Testamento. Pero no trabajaron solos: la gracia de Dios estuvo con ellos.

Cristo estuvo con ellos escribiendo el Nuevo Testamento: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseño todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Esta sola frase de Cristo es clave para no separar nunca a Cristo de su Iglesia. «El que me ama guardará mi palabra». Todo lo que Cristo nos trajo, lo escribieron los escritores sagrados bajo la inspiración del mismo Espíritu de Jesucristo. De este modo, conocemos todo aquello que Jesús hizo y dijo, todo lo que trajo a la humanidad, todo el depósito de la fe.

No se puede afirmar que los relatos del Evangelio nos pintan a un Jesús que no es real, como si se hubiera compuesto un relato para divinizar las acciones de un hombre excepcional. Nada de eso: los Evangelios son el testimonio escrito de la experiencia apostólica. Experiencia real, divina y humana al mismo tiempo, de estar con el Verbo Encarnado. Y les encomendó que no se perdiera nada de lo que había depositado en sus corazones: por esa razón, el testimonio y autoridad apostólicas guardan, defienden y explican todo lo que Jesús quiso dar a la humanidad. Aparece así el Magisterio de la Iglesia.

A lo largo de la semana, hemos comentado la relación entre Escritura, Tradición y Magisterio. Con las lecturas de hoy, rematamos esta semana dedicada a exponer el modo concreto, tangible de cómo Cristo sigue actuando en el mundo y obrando su salvación.