Podemos imaginar la alegría exultante de los discípulos de Jesús al regresar de su misión “apostólica”. Hacía tiempo, Jesús había enviado por delante de él solo a los Doce y cada uno de ellos reunió en torno a sí otros seis, por eso en esta ocasión habían sido enviados setenta y dos, y el Evangelio se propagaba como una llama por un reguero de pólvora.

El éxito había sido total, los propios discípulos de Jesús comparten todo lo que han visto y oído; cómo curaban enfermos, cómo proclamaban con autoridad la buena noticia, cómo se les sometían los espíritus malignos; es más, Jesus dice que ha visto caer a Satanás del cielo al suelo como un rayo.

Por eso, ante el estupor de los suyos les explicó que les había conferido autoridad para pisotear y vencer el mal de sobre la faz de la tierra.

Pero entonces de labios de Jesús brotó una de las frases más preciosas de la historia: “No estéis alegres por eso, vosotros estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo”. ¿Se puede decir algo más bonito que esto? Creo que tanto el contenido como la forma de esta expresión son completamente maravillosos.

Por un lado, Jesús revela en donde reside la verdadera alegría, cuál es el motivo definitivo y último por el que debemos sentirnos dichosos: somos ciudadanos del cielo, Jesús nos ha preparado una morada en la casa del padre, nuestro destino es vivir con él.

Pero por otro lado, esta realidad se expresa con unas palabras preciosas: “Vuestros nombres están escritos en el cielo”.

Estas palabras me evocan al profeta Isaías, que dice que Dios nos lleva tatuados en las palmas de sus manos, que es una expresión de la mutua pertenencia: somos suyos y el también es nuestro; estamos marcados por él y él está marcado por nosotros.

“Vuestros nombres están escritos en el cielo”, nos habla de algo que ya es un hecho, como cuando San Pablo dice “en esperanza ya estáis salvados”. Y es que es muy distinto vivir pensando que uno tiene que conseguir, merecer, alcanzar… que vivir sabiendo que ya se nos ha dado aquello que anhelamos.

Y entonces, Jesús, lleno del Espíritu Santo, como María en casa de Zacarías e Isabel, prorrumpe en un cántico de alabanza al Padre porque todo lo ha hecho bien. Y en concreto, por esconder los misterios a los que se creen sabios, a los que este mundo considera grandes intelectuales, y habérselo revelado a los sencillos, los que el mundo desprecia porque los considera inferiores.

Jesus se estaba refiriendo a sus discípulos, desde entonces y los de hoy. Nosotros somos estos que Jesús llama amigos y no siervos, porque todo lo que le ha dado el Padre nos lo ha dado a conocer.

Es verdad, somos los amigos de Jesús, las personas más afortunadas del mundo.