El lunes hicimos referencia a los trascendentales del ser, un descubrimiento de los filósofos en su tarea por desentrañar los misterios de la realidad y ayudarnos a comprenderla en su vertiente menos visible. Pero San Pablo da testimonio de algo que transciende todo conocimiento humano: el amor de Dios. De este modo, el camino humano de la filosofía —principio de las ideas que generan las diversas culturas, incluyendo su vertiente religiosa— es elevado y regalado con la revelación misma de Dios. Se revela como es en sí mismo, sin máscaras: manifiesta su realidad íntima y personal, alguien que ama y desea ser amado; que conoce y desea ser conocido; que es libre y desea liberar. La filosofía, de la mano de la teología, ha elaborado un pensamiento acerca del hombre que ha construido con el paso de los siglos la cultura actual.

No están contrapuestas filosofía y teología. Son dos elementos necesarios en nuestro caminar hacia Dios, pero teniendo siempre en cuenta que el elemento más humano es elevado por la revelación divina. Lo divino no quita nada de lo humano, sino que lo presupone para poder crecer. Sin la tierra, la semilla de la palabra de Dios no crece; pero la tierra en sí misma carece de sentido si no es para dar la vida y fundamento a la semilla.

Dios no sabe restar. Sólo suma. Une lo humano a lo divino. Y lo divino a lo humano. Así nace la raza de los hijos de Dios que forman el nuevo pueblo de Dios en el nuevo Reino de Dios. Toda esta novedad trasciende las capacidades que los humanos tienen para construir y pensar: se trata de de la revelación del amor de Dios que lleva a la plenitud los amores humano. Por eso afirma San Pablo que transciende toda filosofía.

Ese fuego de amor quiere Jesucristo que entre en todos los corazones. Lo ansía por el bien que puede generar en cada uno de los seres humanos que pisamos este mundo. El ansia divina está puesta en nuestras manos para que llevemos ese amor de Dios a todos. Somos cooperadores de ese deseo manifestado hoy por el Maestro.