Cuando falleció Juan Pablo II nos fuimos varios sacerdotes en una furgoneta a su funeral. Tardamos cinco minutos en hacer el plan, porque no había dudas. No era para menos: a lo largo de sus muchísimos años de pontificado, habíamos recorrido miles y miles de kilómetros para encontrarnos con él en las JMJ, en la canonizaciones, en visitas apostólicas… y en tantos otros eventos, que no podíamos sino ir a despedir a este incansable peregrino que acercó el papado al mundo entero. De hecho, entra en el Guiness como la persona más vista de modo directo (no en pantalla) por el mayor número de gente, y de mayor número de nacionalidades. Esto me lo acabo de inventar, pero aunque nadie lo haya dicho, es la realidad.

Luchó especialmente por aquél deseo de San Pablo: llegar «a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios». Su frase más rotunda y conocida, programática de todo un pontificado: «¡No temáis! ¡Abrid! —más todavía— ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!».

Puso todas las cualidades que Dios le había dado para que la fe en Cristo Jesús, Redentor del mundo, fuera proclamada en un lenguaje novedoso, positivo, atrayente, firme y a la vez arrollador por su fuerza. Su abrumadora capacidad intelectual como filósofo y teólogo; sus cualidades de cantor, poeta y dramaturgo; su insondable misticismo; su firme vocación sacerdotal; su fortaleza física y su porte; sus increíbles cualidades de relaciones públicas. Todo contribuyó a forjar un papado clave en la aplicación del Concilio Vaticano II, del que participó y al que debemos mucho por sus contribuciones de síntesis y de elaboración de un lenguaje propositivo y declarativo.

Introdujo a la Iglesia católica en el tercer milenio de la era cristiana, con el gran jubileo del año 2000 que tanta gracia de Dios hizo llover del cielo y tantas conversiones trajo. Inolvidable para todos los que participamos fue la calurosa JMJ en Tor Vergata. De regalo extra para un servidor, con motivo del jubileo, nos adelantaron la ordenación sacerdotal: mientras Juan Pablo II cerraba la Puerta Santa en el Vaticano, mis compañeros y yo recibíamos el sacerdocio en la Catedral más bonita del mundo, que es la de Madrid.

Profundizó de modo novedoso en la teología sobre el matrimonio y la familia, indicando el camino a seguir para la fecundidad en la nueva evangelización a través de la plenitud de vida que Dios comunica en la vocación esponsal, en el don de los hijos y en todo el desarrollo de la educación: ¡nada más evangelizador que el amor humano vivido según la medida del corazón de Cristo! Allí contempló el gran papa polaco la piedra filosofal que podrá sacarnos de la crisis cultural actual.

Juan Pablo II forma parte también de la historia de la humanidad porque aprovechó al máximo también su papel de Jefe de Estado, que le permitió muchos contactos que de otro modo no se podrían haber llevado a cabo. A tiempo y a destiempo, emprendió una tarea de auténtico «padre» del mundo. De hecho, en su funeral, se produjo la mayor concentración de altos mandatarios de diversas nacionalidades. Su impacto en la historia del siglo XX e inicio del XXI no pasa desapercibida.

A estas alturas, querido lector, serán más los recuerdos que estén aflorando en tu cabeza de las muchas veces que viste a este gran santo. Convierte eso en un buen rato de oración ante el Señor para darle gracias. ¡Qué privilegiado has sido!

Su ansia fue la de Cristo: que el Evangelio siga fecundando esta bendita tierra y que sigamos dando el fruto que Dios quiere.