La alegría de la Pascua llena toda nuestra vida. Todos los pasajes del Evangelio en esta semana anuncian la victoria de Cristo sobre la muerte, un acontecimiento que cambia la historia de la humanidad. “Alegraos”, pide Jesús a las mujeres madrugadoras y nos pide a todos nosotros. Que Él haya resucitado es el principal motivo de alegría para los cristianos: alegría permanente, eterna, que no pasa, que no depende de las circunstancias o los estados de ánimo, que no está sujeta a los límites del espacio ni del tiempo. Si miramos nuestra alma quizá descubriremos cuántas veces buscamos las alegrías en cosas que van y vienen, que son transitorias, que están muy pegadas a lo material y lo mundano. Por eso cuando descubrimos que esas promesas de felicidad no sacian nuestro corazón, sino que lo vacían, sentimos que el desánimo envuelve nuestra existencia.

Las mujeres no pueden evitar acercarse a Cristo, postrarse ante Él y abrazarle: ¡se lanzan, porque han encontrado el sentido definitivo de sus vidas! Jesús, aquel Maestro al que seguían ilusionadas, es más que una buena persona, un inteligente rabino o una agradable compañía: es el Hijo de Dios, que ha vencido el pecado y la muerte y nos ha abierto las puertas del Cielo. Algunos de la guardia se empeñan en inventar historias, como la de los discípulos que fueron de noche a robar el cadáver. No importa que algunos se empeñen en atacar la fe: la alegría de los creyentes tiene que ser tan desbordante que ahogue el mal en abundancia de bien.

Alegría, Señor. Te pido que me concedas esa alegría verdadera que llena el alma y que es capaz de dar sentido a la entera existencia. Esta semana de Pascua, en la que contemplaremos los pasajes de las apariciones de Cristo, es una semana para meditar profundamente la Palabra de Dios, para meterse en las escenas como un personaje más, para disfrutar contemplando la victoria de Jesús, para reservar durante el día algún espacio de especial silencio y recogimiento y respirar ese ambiente de alegría que la liturgia nos ofrece. Ojalá descubramos que la verdadera alegría de nuestra vida está en la Resurrección de Cristo, que llena de contenido lo que estaba vacío y rejuvenece lo que parecía viejo. Escuchemos de sus labios ese “alegraos” que escucharon las mujeres madrugadoras y lancémonos, como ellas, a gustar de los manjares celestiales que la Iglesia nos regala.