El pasaje de Emaús comienza con la apullante sensación de una derrota. Dos de los discípulos de Jesús, que le habían seguido durante su vida pública, que habían presenciado sus milagros, que se habían sentido amados como nunca antes lo habían experimentado, regresan a sus quehaceres anteriores tristes y desanimados: Jesús ha muerto, las esperanzas han quedado defraudadas y todo ese futuro prometedor se ha visto truncado. Vuelven sin ganas y sin esperanza. Qué hermoso resulta contemplar a Cristo que les sigue y se les va acercando, porque les ama con locura. Qué bello es ese cariño del pastor que sigue a sus ovejas para levantarles de sus tristezas. Lo mismo hace con nosotros: no quiere ser espectador de nuestras vidas, que nos contempla como alguien ajenao. Él desea ser protagonista, desea participar de todo lo que nos sucede, porque todo aquello que nos ocurre le ocurre a Él, porque nuestros miedos son los suyos, nuestras alegrías las suyas y nuestros sueños los suyos. Se pone a su lado, a su altura, para caminar con ellos, aunque no son capaces de reconocerle. ¡Ocurre en buena parte de los pasajes de las apariciones esta falta de reconocimiento de Cristo por parte de los suyos! No le reconoce al principio la Magdalena, no le reconocen los pescadores cuando aparece en las orillas del lago Tiberíades y no le reconocen estos seguidores suyos que están despistados y hundidos. Parece que el secreto para reconocerle es salir de nosotros mismos y abrir un poco los ojos del cuerpo y del alma.

¿Cuándo se dan cuenta los discípulos de Emaús que Cristo es aquél que les cautivó hacía tres años y dio un nuevo horizonte a sus vidas? ¿Cuándo descubrieron que aquel personaje que es había acompañado durante el camino y que les había explicado las Escrituras era ese Jesús al que creían muerto y enterrado? Precisamente cuando le ven partir el pan: ¡qué modo tan especial tendría el Señor de hacer este gesto! Se lo habían visto hacer en innumerables ocasiones, seguramente en la multiplicación de los panes y los peces y en tantas comidas que habían compartido con Él. Hay gestos que definen a las personas, que hacen que las reconozcamos aunque hayan pasado muchos años desde que habíamos dejado de verlas. Podemos pedirle hoy a Dios que nos ayude a reconocerle en esa fracción del pan, que es la Eucaristía. Que nunca nos acostumbremos a celebrar la Misa, que es el centro de la vida del cristiano, que es lo que alimenta nuestra alma, lo que enciende nuestro amor, lo que nos hace santos. A veces, por nuestro desinterés, porque nos pesan mucho las tristezas de la vida, porque estamos desanimados como estos discípulos, hemos convertido ese acto tan grande de amor de Cristo por nosotros en algo monótono y rutinario. Renovemos en esta Pascua el deseo de reconocer a Jesús en la fracción del pan de los ángeles. Notemos que en la Eucaristía Él hace lo mismo que con los discípulos de Emaús: se acerca a nosotros, se interesa por nuestras vidas, nos explica las Escrituras y parte para nosotros ese pan que fortalece nuestras almas. Señor, quiero ser alma de Eucaristía. Que la Eucaristía sea la fuente de mi vida para que nunca vaya por el camino derrotado y sin esperanza.