Da mucho gusto cuando una persona nada más abrir la boca lo hace para dar serenidad, y que lo haga el mismo Dios es como para poner en descanso la vida entera. He oído a muchos matrimonios, que llevan muchos años juntos, que padecen la desgracia de decirse las cosas más burras en el tono más burro, como si estuvieran dirigiéndose a una cabra. Y eso que prometieron el día de su boda amarse y respetarse…, respetarse es poner algodones en la boca, callarse mucho de lo que podría incendiar la relación, es mimar las palabras, como hacen los buenos poetas.

El Señor les dice a los suyos “no tengáis miedo”, que es la frase que usamos el cien por cien de los sacerdotes a todos aquella persona que necesita un primer atisbo de consuelo: no pasa nada, adelante, no tengas miedo. Porque el mecanismo del miedo parece que siempre se nos adelanta a cualquier nubecilla de esperanza. Acabo de recibir un mensaje de una chica que empieza a tener una relación con un chico, la cosa esta aún en el bum bum inicial. Pero ella tiene miedo porque ha tenido malas experiencias pasadas, y no quiere que la herida se reabra, por eso su corazón tirita un poco de frío.

En el momento del discurso de hoy, el Señor se va a marchar de este mundo. Cuando alguien se va definitivamente, nos da una impresión de lejanía, no sé, de pérdida absoluta, como si se nos hubiera marchitado algo dentro de nosotros. Por eso, el Señor pone un muro de contención a la desesperanza de los suyos. Les dice que tendrán que luchar, porque el mundo tiene muchos enemigos de Dios, punto al que el Papa Francisco se refiere una y mil veces: la maldita mundanidad, que se lo quiere comer todo. Los criterios por los que se rige este mundo atentan contra la gratuidad de Dios. Por ejemplo, me contaba el otro día una religiosa, que el mundo se les ha metido en el convento. Ella que vive en una comunidad de clausura, advierte que existe un criterio de eficacia en las labores de “la casa”. Quien mejor, más, y a más velocidad hace las cosas, más recompensa recibe. Pues mal, ¿no?, que eso le ocurra a un corredor de bolsa, pase. Pero a una monja de clausura más bien no. La única eficacia es el amor con el que las manos dejan el rastro de Dios en todo cuanto se toca. La mundanidad traduce todo a mirar resultados, y la mayoría de las veces un cristiano lo único que hace es sembrar, jamás verá crecer. La mundanidad convierte en estrellas a los héroes que “hacen las cosas bien”, el cristiano vive y ama en segundo plano, porque su recompensa son los ojos de Dios, le basta con dejarse alcanzar. Ése es el lugar de su descanso.

Yo he vencido al mundo. El Señor nos anima a no perder nuestra ubicación, que no es este mundo, porque la nuestra es la ciudadanía del Reino de Dios, donde no llega la oruga, ni el orín, ni las ambiciones de tejas abajo.