Ya todo el mundo ha oído hablar del Espíritu Santo, no es una novedad. Este dar por sabido resulta un problema, porque muchas veces el conocimiento resulta sólo superficial. El Espíritu Santo puede parecernos el tercer invitado de la fe cristiana, un invitado póstumo que llega a última hora, tan invisible que no deja marcas. El cristiano debe redescubrir a la Tercera Persona de la Trinidad, no hay más remedio.

Como los apóstoles salieron en Pentecostés llenos de fuego y ardor apostólico, creemos que el Espíritu Santo es la dopamina de Dios, el gran motivador, el que mete el ritmo espiritual en el cuerpo y nos saca a la pista. Cuando alguien está frío en la fe o no hace circular con ligereza las palabras del Señor por su corazón, pensamos que le falta la acción del Espíritu Santo. Pero todo esto sigue siendo una interpretación bastante superficial.

Siempre digo que lo único que deben transmitir los padres a los hijos es que se hagan las preguntas adecuadas, aquellas que les servirán no para encontrar el mejor de los trabajos, sino el sentido de la vida. Provocar en un ser humano las grandes preguntas es iniciar un itinerario que arranca silenciosamente en Dios y termina en Dios. El Espíritu Santo es quien va clarificando todo el paisaje nebuloso de la existencia. El que profundiza en la fragilidad del hombre cuando un familiar nuestro acaba de fallecer y nos tira hacia arriba, hacia la eternidad. Es quien mete en nuestras almas el significado profundo de las palabras de Jesús. El que nos pone en el camino de la fidelidad, de la alegría espiritual, pero sin confeti ni trompetas. Es la Perdona divina que nos invita a la profundidad.

Todos sabemos que el gran drama del siglo XXI se llama desatención, que cada vez prestamos menos fijeza a las cosas que tenemos delante porque todo nos hace resbalar hacia otro lado. Los especialistas escriben sobre la importancia del “desarrollo de un flujo” para contrarrestar esa falta de atención y crecer como personas. Con ello se refieren a una atención sostenida en el tiempo. Por ejemplo, quien escribe cierra las escotillas de la distracción y construye con palabras un discurso coherente, va desarrollando un discurso paulatino, entra en un flujo duradero. Así hace el pintor, así sucede en el diálogo de una familia que tiene un problema y todos hablan en torno a la mesa.

El Espíritu Santo es quien desarrolla un flujo de relación entre Dios y nosotros. Ni más ni menos. Es el gran protector del vínculo. Jesús dijo a los suyos, “las palabras que os he dicho son espíritu y vida”. Es decir, no palabras al viento, un muestrario de frases lapidarias pronunciadas por un personaje histórico relevante que se aprenden y se citan cuando nos viene en gana. Sino palabras que son piedras para la construcción de un edificio. Son espíritu, palabras para siempre. Quien guarda las palabras del Evangelio y las entiende, va haciéndose amigo de Dios. Esa acción se la debemos al Espíritu Santo. Aunque pasemos por periodos de frialdad y no cantemos todos los días con las manos dirigidas al cielo “¡gloria a Dios!”, el Espíritu nos va haciendo entrar en el santuario privado de Dios…