“Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre”. En el momento en que cumple hasta el final el designio de Dios y dar su vida en rescate por nosotros (cf. 1 Tm 2, 6), nos entrega a su Madre y le pide que cuide de nosotros como cuidó de Él. Siendo Madre de todos los redimidos por su Hijo, es decir todos los hombres, es Madre de la Iglesia. Y a cada uno nos invita a acogerla como tal. La filiación a la Santísima Virgen María es un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre; y es también una tarea, que San Juan condensa en pocas palabras: “Y desde aquella hora la acogió en su casa». Acogerla en nuestra casa es acogerla en nuestro corazón, en nuestra vida, especialmente en los momentos de incertidumbre y de dificultad.

Cuando parece que, con la muerte de su Hijo, todo haya terminado y que todo ha sido un monumental fracaso, el Espíritu Santo va “obrando” en las almas y sin que sepan muy bien cómo, les va llevando a buscar el refugio en la Madre. Esta es tantas veces nuestra historia. En este momento de oscuridad y confusión es la “hora” de María. Es su “hora” porque Cristo la ha ido incorporado definitivamente a su redención al encargarle que se convierta en la Madre de todos los hijos de Dios. María empieza desde el mismo momento en que deja a su Hijo en el sepulcro a realizar su encargo ¡El amor no sabe de demoras! A San Pedro le facilito “la vuelta” después de haber negado a su Hijo. Le ayudó a superar la vergüenza y el bochorno de su cobardía, a sobrellevar los temores actuales. La mirada de María a él y al resto les confortaría. Ninguno de los discípulos de su Hijo sabe qué pasará ahora, qué hay que hacer. Quizá San Juan sí lo sabía, hacía muy pocas horas que Cristo le hizo entrega de su Madre. María sostendrá la Iglesia incipiente, la escasa fe y esperanza de los Apóstoles de su Hijo ¡Pilares de la Iglesia elegidos por él! Como nos proponía el Papa Francisco, hemos de “aprender de Ella a unir a la fortaleza necesaria la ternura y el cariño en el trato con los demás (…). Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y le dice al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?»” (“Evangelii gaudium” 288).

A nosotros también María nos marca el camino y nos acompaña, es más, nos lleva como de la mano. Es Cristo quien ha querido que todos podamos participar de los cuidados maternales de su Madre y que la cuidemos y queramos como Él. “Es como si Jesús dijera: ‘Amala como la he amado yo (…) Jesús, que había experimentado y apreciado el amor materno de María en su propia vida, quiso que también nosotros podamos gozar a su vez de ese amor materno como parte de nuestra relación con Jesús. Se trata de sentir a María como Madre y de tratarla como Madre, dejándola que nos forme en la verdadera docilidad a Dios, en la verdadera unión con Cristo, y en la caridad verdadera con el prójimo. Dejándola que nos enseñe a guardar meditando en el corazón tantas gracias recibidas de Dios. Vernos como llevados de la mano de María cuando vamos a realizar amorosamente, aunque nos cueste, cada día nuestros deberes.

“La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es, por decirlo así, contagiosa. San José fue el primero en experimentarlo. Su amor humilde y sincero a su prometida esposa y la decisión de unir su vida a la de María lo atrajo e introdujo también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19), en una intimidad singular con Dios” (Benedicto XVI, “Catequesis sobre la oración”, 28 de diciembre de 2011). Pidamos a Nuestra Madre dejarnos contagiar de esa capacidad “de vivir de la mirada de Dios”.