1Cor 1,26-31; Sal 32; Mt 25,14-30
¿Cómo diremos que no sabemos qué es eso del amor? Dios creó el mundo, y con ese acto maravilloso nos hizo un primer regalo. Regalo de amor. Regalo de belleza. Regalo de pura bondad. Dios creó el mundo porque se sobraba de amor, y el mundo, así, es obra regalada de amor. No solo eso, pues nosotros, el ápice, la pizca, su punto rojo, el exceso de la creación entera —nosotros somos las únicas creaturas que se flexionan sobre sí mismas en un acto de entendimiento y de comprensión, capaces de hacer nuestra su belleza y de ir conociendo su legalidad, física y biológica, regada de matematicidad, ni hipopótamos ni galaxias lo son—, hemos sido creados a imagen y semejanza de su amor. Ningún otro ser ha sido creado así. ¡Ay!, pero pecamos queriendo ser como dioses tras el engaño de la serpiente que de sí misma y por sí misma quiso divinizarnos, usurpando por el pecado una naturaleza que ya no era la nuestra, el regalo de Dios. Doble regalo de amor. Pero nosotros hemos cometido disturbio con el pecado, de modo que ni siquiera somos capaces de contemplar la entera belleza del primer regalo, la misma creación.
¿Se acabó para siempre eso que éramos cuando fuimos creados por la mano amorosa del Creador? No, pues ahora entra en escena el designio de salvación de Dios; verdadero designio de amor para hacer que reencontremos en al libertad de nuestro ser la plenitud de nuestra propia naturaleza: la encarnación del Verbo en el seno virginal de María. Tal designio de amor renovado nos hace realidad ese nuestro ser hechura de Dios a su imagen y semejanza. Realidad en Cristo, pues en él encontramos la verdad de esa imagen y de esa semejanza, por lo que siendo de él, siguiendo sus pasos, alimentándonos de su carne y de su sangre, formando parte de su cuerpo, que es la Iglesia, nos reencontramos con nosotros mismos, con el ser en plenitud con el que fuimos creados. Nuestra naturaleza, dando de nuestra carne al Verbo de Dios, nos ofrece de su divinidad. Feliz intercambio, como pregonamos en la noche pascual, por el que se nos ha hecho feliz la culpa.
¿Cómo amaremos? Jesús nos lo dice, en su vida y su muerte de manera preponderante, claro es, pero en cantidad de esas parábolas geniales con las que nos enseña, de una belleza tal, que tan pocos literatos han llegado a alcanzar. ¿Quién ama? El que dobla el misterio de amor que ha recibido en sus talentos. Quien corretea por el mundo siguiendo a Jesús en sus obras de misericordia y de recogimiento, en un puro corretear de amor, perdiéndose para dar de lo que tiene porque lo ha recibido. Dación de amor. Quien redobla la belleza de las creaturas, de manera especial la de sus hermanos los menesterosos, que viven la vida bienaventurada de los pobres, sufrientes, mansos y amigos de la paz. Pero, ¡ay de los que esconden lo suyo1 Quienes tienen miedo y ocultan su talento para que no se pierda, creen ellos, de manera que, llegado el momento, lo devuelvan intacto a un Señor tan exigente. Quienes se comportan así siguen viviendo en la racanez de un canijo seréis como dioses, negándose a corretear junto al amor del Verbo de Dios, asustados de la fluencia de amor de la vida divina que nos enseña a amarnos los unos a los otros, y cierran su corazón al grito del menesteroso.