1Cor 3,1-9; Sal 32; Lc 4,38-44

¿Qué, pues, no está bien, tú que tanto te afanas de hablar de la encarnación, llenándosete la boca con eso de que somos carne? Mas hay dos comportamientos de la carne. La que se envanece de sí, empujada al pecado por el seréis como dioses, la rebelión contra Dios, para gozar de los instintos más bajos, dirigiendo nuestro rostro a personas y cosas de la tierra que manchamos con nuestra mirada. Y la que aspira a su ser en plenitud, dirigiendo su mirada a lo alto, al Señor, nuestro Creador, para vivir de su amor creativo. Lo que acontece es que de tal manera hemos quedado desquiciados por el runrún del seréis como dioses, que nos faltan fuerzas y posibilidades de elevar nuestra mirada, y hozamos en las cosas terrenales con los instintos carnales más bajos. Nuestro deseo, así, ya no es deseo de Dios, sino deseo de alcanzarme a mí mismo de modo que la libertad del otro comience al terminar la mía. Como si todo girase en torno a mi ombligo. Como si todos y todo fueran frutos para mi provecho. Como si tomara parte en los instintos de la gente guapa. Imagen y semejanza degradada hasta quedar en un fofo retrato de mi carne más desamparada y dominada por los instintos de la carne. Iba a decir nuestra carne animal, pero, ¡quiá!, pues los animales tienen sus instintos medidos y controlados por su naturaleza, mientras que los nuestros, deshilachándose, se han desmadrado y solo son ya instintos de pecado, de aprovechamiento para mí de todo y de todos. Hemos perdido nosotros el arte de nuestra naturaleza. Nos hemos desnaturalizado en la pura dejación de lo que somos, mejor, de lo que hubiéramos podido ser antes del pecado, dejando de ser lo que fuimos al ser creados, cuando, tras el sexto día, vio Dios que todo era bueno.

Mientras haya entre nosotros envidias y contiendas, nos guían todavía los instintos carnales y será señal de que procedemos según lo humano. Yo soy de Apolo, ¿y tú?, yo soy de Pablo. Esto es fruto de ese desviar de nuestra naturaleza primera. Las divisiones, los malos deseos y el hociquear buscando nuestro provecho; haciendo que hasta en las cosas del Señor formemos banderías y cortaduras. ¿Tú de Apolo?, pues yo de Pablo. Como si buscáramos ser parte decisoria de nuestro grupo. Como si supiéramos que lo nuestro, nuestras preferencias, nuestros enganches, nuestros deseos, nuestros instintos, son cosa esencial para nuestro ser. Pero de esta manera, introduciendo la división de nuestros instintos carnales en nuestro acercamiento a Dios en Cristo Jesús, sin darnos cuenta, nos hemos puesto en el centro del seremos como dioses. Porque, de este modo, lo decisivo soy yo y los míos; los míos y yo. Hemos querido abrir nuestro propio portillo para acercarnos a Dios. De este modo, hemos dejado de ser el pueblo que el Señor se escogió como heredad. Somos nosotros quienes hemos elegido nuestro dios, a nuestra medida, en nuestro engaño.

Muchos son los demonios que tienen que ser espantados por Jesús. Reconocen en nosotros, dominándonos, quién es el Hijo de Dios, que él es el Mesías, pero buscan engañarnos, una vez más, de modo que lo busquemos y creamos encontrarlo abriendo ese portillo que, en realidad, como sabemos ahora, nos aleja de Dios para siempre, si es que no caemos en cuenta del nuevo engaño en el que estamos a punto de caer: yo soy de Apolo y, ¡bah!, tú eres de Pablo.