Muchas veces ala parroquia vienen a hablar personas que se han divorciado. Vienen pidiendo consejo, orientación y ayuda. Muchas veces les tienes que explicar que pueden participar en la Misa, rezar, pero que si están viviendo con otra persona no pueden comulgar. Muchas veces son situaciones muy duras y por dentro piensas que tiene más razón que un santo, que si yo me hubiera casado con esa mujer (o si viene la mujer viese la actuación de ese hombre), yo también me hubiera separado. Las causas de nulidad tardan mucho y en ocasiones no hay motivo para anular el matrimonio. Son gente buena, piadosa, cristianos de siempre…, pero no puedo decirles que pueden comulgar, sería faltar a la verdad y a la caridad. Nunca se me ocurrirá juzgarles, eso se lo dejo a Cristo.
“¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo.” Tristemente en ocasiones hemos hecho una especie de pacto de convivencia con el pecado, con la tibieza. Cuando la Iglesia acoge en su seno, pero prohibe comulgar a los divorciados vueltos a casar, les está haciendo recordar que tienen que arreglar su vida, que no pueden dejar a Dios fuera de su existencia en ningún ámbito. Conozco divorciados buenísimos, entregadísimos y piadosos que en cuanto les sea posible están deseando poder regularizar su situación. Me preocupan mucho más los montones de cristianos -yo mismo-, que tantas veces vamos claudicando con el pecado. Nos escudamos en que soy así, son cosas de mi carácter, no es tan importante, soy mejor que ese otro, etc. etc. Y así la masa de la Iglesia no sube, se queda sin fermento. Damos en ocasiones una imagen triste, sin vibración, anquilosada, vieja. Tendríamos que ponernos de luto por nuestra tibieza.
«Os voy a hacer una pregunta: ¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?» A veces por buscar una pretendida paz con el mundo, por no parecer demasiado exigentes o que nos tachen de radicales dejamos morir a los demás o nos matamos a nosotros mismos. ¿Puede haber exageración en el amor? ¿Dejaría Jesús de sanar al enfermo porque pensaban mal de él? Y en ocasiones por querer quedar bien o hacernos los simpáticos no sólo no curamos al enfermo, sino que le dejamos con su enfermedad y le decimos que está sanísimo. No suele ser por caridad con el otro, suele ser para quedar bien nosotros y que nos digan lo majos que somos.
“Celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad”. Ojalá todos os que formamos la Iglesia seamos muy sinceros, no se nos ocurra llamar bien al mal, ni salud a la enfermedad. Y vistas las heridas, descubiertas las dolencias, usemos todo el ungüento de la gracia de Dios para sanar, consolar, acoger y animar. Entonces veremos el auténtico rostro de la Iglesia: joven, alegre, esperanzada, llena de amor por cada hombre, madre y maestra que refleja a Cristo.
La Virgen nos muestra nuestras heridas no para reirse de ellas, sino para sanarlas. Que ella nos haga grandes sanadores del mundo.