Hoy no voy a poner ejemplo de comienzo. Basta con mirar al a Virgen al pie de la Cruz. Ayer contemplábamos la cruz y, a su lado siempre, la Virgen, en pie. Dolorosa, triste, rota, llena de dolor y de serena esperanza.

Triste pues va a recibir en sus brazos el cuerpo maltratado de su Hijo. Cuántas veces lavaría con cuidado ese cuerpo cuando era sólo un bebé, curaría sus heridas de sus juegos infantiles y le había visto crecer en edad y sabiduría. Y ahora ese cuerpo, llagado por nuestros pecados descansa inerte en sus brazos. Dolor que traspasa su alma, no hay dolor como su dolor, pues el amor intensifica la ruptura física de la muerte.

Triste, pues en cada herida de su Hijo descubre la huella de nuestros pecados, a los que acaba de admitir como hijos. Tanta rebeldía, tanto odio, tanto olvido de Aquel que nos rescató de las tinieblas y la muerte. Desde las heridas de la corona de espinas en la cabeza hasta las heridas de sus pies atravesados en el leño, no queda parte ilesa en su cuerpo. Son las huellas de la rebeldía de los hijos contra su Padre. Y como Madre nos acoge a todos, sin tener en cuenta el daño que le estamos haciendo. Nos muestra en sus brazos el cuerpo de su Hijo y sólo nos pide que tratemos con el mismo amor cada vez que recibimos el Cuerpo de su Hijo en a Eucaristía.

Virgen de los Dolores que miras al cielo en una súplica muda al Padre de eterno, sabiendo que su súplica es escuchada. Atronarían en su alma los consuelos del Espíritu Santo, que nosotros tantas veces rechazamos buscando nuestro propio consuelo. Virgen de los dolores, Virgen de la Esperanza. El corazón abierto de Cristo abre el corazón de María y el amor más grande que ha habido en la tierra se convierte en amor infinito, reflejo perfecto del amor de su Hijo.

Virgen de los Dolores que has subido hasta el Calvario como si subieras al monte de las Bienaventuranzas y has visto las maravillas de Dios.

Hoy es bastante con quedarnos aquí, a tu lado, contigo y no querer dejarte nunca.