Celebramos el domingo Gaudete, como nos lo recuerdan claramente la primera y la segunda lectura. El Evangelio parece ir por otro lado, pero no.

Partimos de un hecho: hoy día se confunde la alegría de la que habla el Evangelio con la del mundo; y es porque se ha cambiado la lógica: si Jesús propone la alegría del dar y de la abnegación, el mundo la ofrece a base del tener y del sentir, de emociones fuertes que sacien el momento, de una mala mentalidad carpe diem, entendida de un modo poco cristiano. Y, en este camino de Adviento con María, como nos anima el cardenal Osoro, vamos a reflexionar sobre una de esas cosas sin la cual no es posible la alegría cristiana: el silencio. Que es la renuncia, incluso, a la propia voz, exterior e interior, para permitir que el susurro de Dios llegue a nuestro corazón.

Las cosas más importantes de la historia han tenido su origen en el silencio. ¿Alguien se imagina la Anunciación en un contexto de ruido y jolgorio? Evidentemente no. Más bien del Evangelio emana una gran intimidad que sólo es posible en el silencio. Pues, del mismo modo, si queremos escuchar a Dios y que Jesús nazca en nuestros corazones, debemos cultivar esa intimidad silenciosa con Dios. Es lo que hacía Jesús, que se iba a la montaña a orar, ¡al silencio! No comprendemos que el silencio es el primer lenguaje de Dios, ya que choca radicalmente con nuestra mentalidad. Exigimos permanentemente a Dios que nos hable, olvidándonos de que vivimos con demasiado ruido, que son demasiadas las frecuencias que ocupan nuestros oídos y que estamos incapacitados para escucharle. Dios espera nuestro silencio para revelarse.

Dios es amor y habita en el silencio. El amor habita en el silencio. Pensad en esos momentos en que las palabras ya no pueden expresar el amor que lleváis en el corazón, que son insuficientes. Esos momentos en los que simplemente queréis un abrazo bien sentido y no meras palabras; o esas miradas que expresan mucho más que una verborrea maravillosa. Creo que esto expresa perfectamente cómo en el silencio se puede expresar mucho más que con las palabras. El asunto es que, para comprenderlo, hay que profundizar en el silencio… y esto tantas veces duele. Pero mirad a Jesús en el proceso que le lleva a la Cruz. Ya no hay palabras más que aquellas que le revelan como quien es: el Mesías. En los demás instantes guarda silencio. Y, junto a él, María, que guarda silencio también. En apariencia, las palabras las utiliza el fuerte, pero lo cierto es que el más fuerte de la historia, el Señor, en su juicio apenas habla y guarda silencio.

Hemos caído en el utilitarismo, dejando de lado el sentido per sé de las cosas. Incluso en la oración y la vida litúrgica, que debieran ser expresión del misterio de Dios. Si tal oración no me sirve para algo, no la quiero; si no me hace llorar o me hace sentir, no la quiero; si Dios no me concede esto o lo otro, es malo. ¡Eso es un error! La relación con Dios no se puede humanizar, no se puede pretender hacerla horizontal, como si Dios fuera uno más. Como si a Dios le gustaran los conciertos, ya sea en misa o en una adoración. ¡El ruido! ¡No! Hay que vivir del sentido primordial de las cosas y ver, por ejemplo, cómo la misa debiera ser la expresión del anhelo más profundo del alma que se adentra en el misterio de Dios. Un misterio que se vive en el silencio y del cual llega la única Palabra verdadera y que da sentido a todo. Pensad, ¿quién es Jesucristo? ¡El Logos! ¡La Palabra de Dios! Y toda palabra, sin silencio, no puede ser escuchada. Tampoco Jesucristo.

El silencio nos da miedo, la conquista del silencio supone un combate; se precisa coraje y traspasar barreras interiores que hacen temblar nuestra interioridad utilitarista. Incluso nos entra ansiedad a veces. Traspasemos esa barrera, fiémonos de Dios y contemplemos qué le ocurre a la persona silenciosa encarnada en María: va creciendo en la fe y en la comprensión derivada de esta. El silencio de María acaba siendo un grito de amor eterno.

Por eso, en esta semana que nos queda de Adviento, intentemos poner ese silencio necesario en nuestro interior en compañía de Jesús y de María y de José camino a Belén. Al principio escuchareis vuestro papagayo interior repasando las mil y una cosas que tenéis que hacer. No pasa nada, perseverad. Silencio en presencia de Dios. En serio, por favor, guardemos espacios de silencio para penetrar en ese lugar recóndito donde Dios nos espera para regalarnos la alegría.