Después de la gran solemnidad de ayer, tras la celebración de la Natividad del Señor, la Iglesia nos propone hoy una fiesta litúrgica que nos recuerda la exigencia de vivir hasta el extremo la vida cristiana y nos muestra el fin al cual está llamada toda vida cristiana: entregar la vida al Señor en el modo en que sea preciso.

La santidad de Esteban nos sobrecoge, especialmente por ese gran acto que realiza en el momento del martirio: da fe del kerygma y casi, podríamos decir, parafrasea una de las frases más impactantes de Jesús en la cruz: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Igual estamos acostumbrados a ello, pero no deja de ser impresionante.

La cuestión es cómo llegar hasta esa heroicidad. Si hiciéramos una especie de reflexión sobre nuestra vida, nuestras capacidades, miedos, fortalezas, debilidades, etc., seguro que nos veríamos incapaces de vivir algo así. Pero es que no se trata de nosotros, sino de Dios, de la fuerza que Jesucristo derrama sobre el alma del cristiano que, en gracia, se esfuerza por ser receptáculo del Espíritu Santo: «no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros».

Por eso es tan importante la fidelidad a Dios, por eso es clave comprender esa otra frase del Señor: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Porque un día se nos pedirá cuentas y ahí sólo una fe sólida y recia podrá aprovechar al máximo los torrentes de gracia que el Señor tiene preparados para todos. Pudiendo recibir más, ¿por qué conformarnos con menos? Esa es la respuesta a un cierto buenismo que a veces se nos puede colar y que nos lleva a pensar que lo importante es arrepentirse al final y ya está. Sí, eso es importante, pero cuanto más ensanchemos nuestro corazón, como san Esteban, más podremos identificarnos con Cristo y, por tanto, ser plenos, ser más felices.

Recordad ese secreto de la Escritura: en hebreo, idioma de los primeros textos cristianos, la palabra Belén significa ‘casa de pan’. Y del término hebreo ‘pesebre’ deriva lo que traduciríamos como ‘patena’. La ecuación ya está resuelta: el lugar propio de la Navidad es aquel en que la patena se hace casa para el pan, la misa. Acerquémonos en este tiempo, especialmente, a la misa y a la confesión. Ese el lugar propio de la Navidad y de la entrega de la vida.