“No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero”. Me encanta esta frase en la que san Pablo se define de esta manera tan extraordinaria: “su prisionero”. Es verdad que todos los que estudian la vida y las cartas del apóstol están de acuerdo en decir que esta carta la escribió en la cautividad, es decir, estando físicamente en la cárcel. Pero también es cierto que todo aquel que en algún momento se ha sentido apóstol de Jesucristo ha podido tener la experiencia de sentirse como “atrapado” por el Señor y su palabra. Como el profeta Jeremías que en sus famosas lamentaciones dice: “me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste”, pero también: “cuando encontraba palabras tuyas las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque tu nombre fue pronunciado sobre mí, ¡Señor, Dios de los ejércitos!”.

El que ha sido alcanzado por el resucitado ya no puede vivir la vida como antes. Esta experiencia inexorablemente marca un antes y un después en la propia vida. Todos sus esquemas y todas sus seguridades se caen como se derrumba un castillo de naipes. Pero lejos de sentir preocupación o angustia por este punto y aparte, lo que uno experimenta es el alivio del que despierta vivo después de una pesadilla mortal. Esta es la Buena Nueva o, dicho de otro modo, el Evangelio: “la promesa de vida que hay en Cristo Jesús”, como dice San Pablo al inicio de esta carta.

El apóstol sabe que ese Evangelio del que fue constituido heraldo, apóstol y maestro, es la causa de su padecimiento presente, pero también sabe que es la seguridad de su gloria futura. “Esta es la razón por la que padezco tales cosas, pero no me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día”. Por eso ser “preso suyo” coincide con ser “eternamente libre”. Nada ni nadie podrá apartarle de su propósito porque “El Señor está conmigo, nada temo, ¿qué podrá hacerme un hombre?” (Sal 118, 6).

Y es que es muy difícil volver a tenerle miedo a la vida incluso a la muerte después de haberse encontrado con el crucificado – resucitado. “No es Dios de muertos, sino de vivos”, dice Jesús en el Evangelio “a propósito de que los muertos resucitan”. Por eso para san Pablo ese es el núcleo de nuestra fe: la resurrección de Cristo, primicia de la nuestra. Si vamos a resucitar como Jesús, y vamos a vivir una vida como la suya, entonces ni siquiera la persecución, la cárcel o la espada podrán atemorizarnos. Antes bien, tomamos “parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios”. Merece la pena padecer por él para reinar con él. La fuerza de Dios viene en auxilio de nuestra debilidad.

¡Cuánto necesitamos en este momento histórico volver a oír las palabras de san Pablo a su joven discípulo como si estuvieran dichas ahora mismo y para nosotros!: “te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza”.

Reavivar el don de Dios. ¿No ha sido ese el objetivo de la pascua? Volver a encender el fuego, reavivarlo, que encendió el Espíritu Santo en nuestro corazón el día que conocimos a Dios y nos dejamos alcanzar por su amor. El Espíritu que hemos recibido es el que procede del Padre por el Hijo encarnado, muerto y resucitado. Es decir, el Espíritu experto en humanidad que ha llevado a la de Jesús hasta la plena glorificación. Es el Espíritu que ha vencido en todas sus tentaciones y pruebas y que le ha empujado hasta el cumplimiento íntegro y perfecto de su misión en este mundo. Por eso podemos vivir confiados, porque no es nuestro espíritu tan débil y temeroso, sino el espíritu del resucitado: espíritu de fortaleza, de amor y de templanza.

El fundamento de nuestra salvación no son nuestros méritos ni nuestras obras sino su misericordia: “Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracias que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús”.

“Cuando llegue la resurrección y resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete han estado casados con ella”. Otra vez, como ayer, la pregunta trampa, la que se hace para cazar al contrario. Es la pregunta infantil que se hacen todos los mayores: “cuando resucite… con qué cuerpo resucitaré? ¿con el de mi juventud o el de mis últimos momentos de vida?”. Preguntas todas ellas muy ridículas y que manifiestan la pequeñez de nuestra inteligencia y lo insensato de querer comprender con nuestra capacidad a un Dios incomprensible por definición. Jesús les dirá: “Estáis equivocados, por no entender la Escritura ni el poder de Dios”. Estamos llamados a la vida, a compartir su propio destino de resurrección. En palabras de san Pablo en la primera lectura: esa es nuestra “vocación santa”, participar de la vida de “Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio”.

No más miedo. Soy libre si soy su prisionero.