Todo el Evangelio de hoy es sinónimo de una frase “esto va en serio, ponte a amar y no manejes la hipocresía”. No podemos ir por la vida con el uso de esa frase burlona usada tantísimas veces, “en el fondo soy un tipo bueno, porque ni robo, ni mato”, es como si el marido dijera a su mujer, “oye, que bastante tengo con no llevarte la contraria”. Insisto, esto va en serio, Dios se ha hecho hombre para inocular verdad en las relaciones. Si tenemos que buscar al enemigo más acerbo de Nuestro Señor lo encontraremos en la hipocresía, porque la hipocresía garantiza dobles y triples vidas y, lo que es peor, un malestar estructural de saber que no se vive en verdad. Te pongo un caso, ¿cuántas veces alguien te ha dicho, “oye, reza por mí”?, seguro que un millón de veces. ¿Y qué has hecho cuando te han responsabilizado de ser intermediario ante Dios de algo que para un amigo es sagrado y pasa a depender de ti? Rezar por una persona no es despachar un padrenuestro, entiéndeme, es caer en la cuenta de que se me ha nombrado responsable de las necesidades de un alma que mendiga mi intercesión, así de fuerte.

Y así en todos los frentes. Vamos a abrir el melón de los insultos. La nuestra es época espléndida en insultos, y además en televisión se ha abierto hace años la veda de destriparse unos a otros como deporte favorito de la audiencia. El escritor Norman Mailer tenía en los sesenta la teoría de que los rebeldes y agitadores se han refugiado en muchos animadores, artistas y políticos, y ejercen una considerable influencia cultural que afecta directamente al sistema nervioso de la sociedad. Es verdad, todos nos hemos convertido en seres más permeables a la descalificación sin que se nos haya alterado un ápice el ritmo cardíaco. El Señor, que ha dado la vida por cada ser humano porque lo ama hasta el extremo, dice que con sólo llamar a alguien “idiota” somos reos de comparecer ante el Sanedrín, es decir, nuestra acción es profundamente injusta. Pero aún más, ahora que se han abierto las puertas del confinamiento y estamos de nuevo en la calle, y hasta hemos podido asistir en vivo al milagro de la Eucaristía dominical, vamos a comulgar tan tranquilos, y lo hacemos después de haber hecho padecer a los nuestros durante un par de meses, porque hemos dado rienda suelta al déspota que llevamos dentro. Y nos ponemos tan tranquilos en la cola de la comunión, como si Cristo fuera el premio a nuestra inconsciencia.

Y el Señor apostilla con dejarnos llevar por la cólera. Siempre recordaré a un amigo de facultad que cuando el coche de atrás le pitaba, por pillarle sin reflejos en un semáforo, en seguida se volvía al retrovisor, lo miraba con ojos sanguinolentos y expresión de “¿perdona?, ¿me estás metiendo prisita?”. En alguna ocasión tuve que enfriarle la cólera con algún chiste a tiempo, para que aquello no llegara a más. El Señor nos recuerda nuestra vulnerabilidad no para autocomplacernos en nuestra debilidad, sino para creernos de verdad que solos no podemos. Ojalá que mientras vamos de camino, una definición inmejorable de lo que es la vida, dejemos que el Señor vaya poniendo luces en el alma para saber por dónde vamos, y no ser ligeros, irreflexivos.