¡Galileos! ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?

Siempre me ha parecido que esta pregunta de los ángeles a los apóstoles es demoledora. Porque veinte siglos después todavía algunos parece que no se quieren enterar de que hay que ponerse manos a la obra. Es la hora de la misión. Jesús ha dicho: «Id al mundo entero y predicar el evangelio». Por tanto, no es una opción, es un mandato.

El mundo tiene que conocer a Jesucristo y por él al Dios verdadero. Porque es imposible conocerle y no amarle, con esa certeza, estoy persuadido de que si el mundo no le ama es porque no le conoce. Nuestra misión es hacerlo visible a él que está presente, conforme a su promesa, todos los días hasta el fin de los tiempos. Presente en su Iglesia, en su Palabra, en los sacramentos, en las almas fieles, en la comunidad reunida en su nombre, etc.

La ascensión no es celebrar una despedida y una ausencia. Porque Jesús en la ascensión no se ha ido, sino que se ha quedado. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2,6-11). El que se humilló a sí mismo en el descenso, ahora es glorificado por el Padre en su ascensión. “Ascender” es una palabra que puede jugarnos una mala pasada si la entendemos en sentido físico o geográfico. “Ascender” en realidad es volver a la gloria de Dios, sentarse a la diestra del Padre, ocupar el trono reservado al Rey y Señor, recibir el honor y la gloria que él ha merecido en su vida mortal.

Por eso es una fiesta de gozo y no es una despedida amarga. Jesús ahora está inmediatamente próximo a cada uno de nosotros. Puede estar al lado de cada uno, aquí y ahora. No hay espacio ni tiempo que nos separe de él. Es más, su ascensión se convierte en el objeto de la verdadera esperanza. Dice san Pablo: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales,  sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efesios 1, 17-23).

En esta última semana de la Pascua la Iglesia entera, siguiendo el consejo de Jesús, permanece perseverando en la oración en el cenáculo a la espera de que Jesús cumpla su promesa y envíe desde el Padre el Espíritu prometido. Así podremos acometer la misión que él nos ha encomendado. “Recibiréis mi fuerza para ser mis testigos hasta el confín de la tierra”. Damos gracias a Dios porque ha querido contar con nosotros para esta obra tan extraordinaria: que todos los hombres conozcan el amor de Dios y encuentren así la salvación de sus vidas.