Isaías 9, 1-3. 5-6; Sal 95, 1-2a. 2b-3. 11-12. 13; San Pablo a Tito 2, 11-14; San Lucas 2, 1-14

“El pueblo que caminaba en tinieblas…”. De esta manera da comienzo el profeta Isaías la lectura de la medianoche. Es la situación en la que se encontraba el Pueblo de Israel durante tantos siglos… También (y es el momento de reconocerlo), es tu situación y la mía.

¿Cómo hemos podido ser tan ciegos para pensar que la noche, en la que hemos recorrido nuestros años de existencia, era el día con el que hemos soñado y anhelado? Tantas cosas nos han distraído de lo esencial, que verdaderamente es para volverse locos al encontramos con lo que sí es la Luz. Ansiedades, noches de insomnio, rincones donde llorar a solas, promesas incumplidas… ¿es ésta la meta a la que hemos aspirado durante tanto tiempo? Y, sin embargo, Él estaba ahí, no con una lámpara o un candelabro, porque siempre nos da más y Él mismo es la Luz… la única Luz.

“Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones”. Pocos son los días de nuestra vida para dar gracias a Dios por el gran regalo de su nacimiento. ¿Puedes imaginar una locura semejante en la tierra? ¡Fíjate en el hombre más preeminente que hay podido existir en el mundo!… Da igual que haya sido político, militar, filántropo, médico, filósofo… ninguno de ellos ha sido capaz de llegar hasta ti, hasta el punto de hacerse un niño para que lo cogieras entre tus brazos y le dijeras: “Así te quiero, Dios mío, frágil a los ojos de los hombres, pero enteramente amor encarnado para mí”.

Por eso, San Pablo es capaz de decir a Tito: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos”. ¿No se nos ocurrirá en esta noche santa algún pequeño propósito, aunque sea el más insignificante, para devolver tanto amor? Tú y yo sabemos cuántas veces nos hemos propuesto cambiar, dar un vuelco a nuestra vida y, de esta manera, empezar de cero. Sin embargo, ese Niño que tiembla de frío en el Pesebre, no espera grandes proezas por nuestra parte… quizás una sonrisa, una mirada limpia, un no volver la espalda a quién te pide ayuda, un no esperar hasta mañana… ¡ya sabes lo que quiero decir!, ¿verdad?

Pero ahora cantemos, y unámonos a ese ángel con sus mismas palabras: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. Vivamos, no una esperanza mezquina o quebradiza, sino la Esperanza de los hijos de Dios que han puesto sus ojos en el único que es capaz de darla a raudales. ¡Dios nos ha nacido!, ¡lo inmortal se ha encarnado!, ¡la liberación ha llegado!… ¡muerte al pecado y a la soberbia humana, que nada puede ante la Luz del mundo!

Pero, por favor, no nos olvidemos de cambiar los pañales a ese Niño. Su cuerpo es de carne, como el tuyo y el mío, y necesita del calor y la dedicación de nuestro amor. ¡Gracias, Virgen María, por ser madre de Dios y madre nuestra!