Después del triste espectáculo que escuchábamos en el Evangelio de ayer, surge la pregunta de Pedro: “¿Qué nos darás a nosotros que lo hemos dejado todo para seguirte?”. Las interpretaciones sobre el texto son muy dispares y no todos coinciden en el significado del ciento por uno prometido por Jesús. Fijémonos además que en la promesa van incluidas las persecuciones. ¿Qué decir?

A mi parecer, en el seguimiento de Jesús, surge una pregunta sobre qué nos toca a nosotros. Aceptamos la renuncia, pero esperamos obtener algo a cambio. Eso es así porque nuestro corazón no deja de desear y todos aspiramos a la plenitud. Además tenemos la intuición de que, por estrecho que sea el camino de Jesús, no debe ser intransitable y, de alguna manera hemos de encontrarnos a gusto en él. La vida de los santos testifica este aserto. Por una parte llevan una vida sacrificada y, por otra, descubrimos en ellos una alegría que nos gustaría compartir. Parece que la respuesta del Señor va en esa dirección.

Seguir a Jesús significa elegirlo y, en lo concreto, conlleva abandonar muchas cosas. Hay quien deja esposa e hijos, quien se aparta de sus padres, quien declina privilegios y quien renuncia a diversiones o riquezas. Pero ello siempre sucede porque se elige a Jesucristo. Si se quitara ese amor a la persona de Jesucristo la renuncia sería dolorosa. Estando Él no se nos priva del esfuerzo que debe hacerse pero el corazón se inunda por la alegría de haber elegido lo mejor. Esa alegría se vive ya en este mundo. Es así porque la relación con toda la realidad material y con las demás personas viene mediada por nuestra relación con el Señor. Con Jesús mejora nuestra vivencia del estudio, del trabajo, de la amistad y de las relaciones familiares. Todo gana en intensidad y en sentido. Al mismo tiempo, todo es visto desde el Señor, de manera que aprendemos a querer las cosas en su verdadera bondad. Eso Jesucristo ya nos lo da en la tierra y es totalmente compatible con la privación y el sacrificio. Lo uno no niega lo otro.

Por eso es compatible, en el catolicismo, amar la belleza y organizar las mejores fiestas, con la austeridad. Ambos aspectos coexisten en la sociedad católica, porque Jesús nos enseña a querer de una manera nueva todo y a amarlo a Él por encima de cualquier otra cosa. Todo, por decirlo con san Agustín, queda ordenado. Hilaire Belloc decía: “Donde luce un sol católico hay alegría y buen vino”. Es decir, allí la vida es mejor comprendida y alcanza una intensidad desconocida en otras partes.

Esa alegría que ya experimentamos en este mundo se ve además animada por la promesa de la vida eterna. La una no es incompatible con la otra, bien al contrario. Empezamos a participar de aquella felicidad que Dios nos tiene reservada en el cielo. Para gustarla es preciso aprender a distinguir lo que nos satisface momentáneamente de aquello que verdaderamente llena nuestro corazón. Pedro, pues, pregunta sobre algo que ya está experimentando y Jesús lo reafirma. Porque Pedro y los demás apóstoles ya se están dando cuenta de que al dejarlo todo por seguir a Jesús están gozando de la vida de una manera totalmente nueva e insospechada. A nosotros nos sucede lo mismo. Lo notamos sobretodo en la tristeza que nos sobreviene cuando nos aferramos al uno por miedo a que no nos den el ciento.