El pasado domingo celebrábamos la solemnidad de pentecostés. Jesús cumplía la promesa que había hecho a sus discípulos. “Y yo rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre, es decir, el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque ni le ve ni le conoce, pero vosotros sí le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros.” (Jn 14, 16-17) “Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26).

Gracias al Espíritu Santo, por tanto, los creyentes podemos conocer, la intimidad de Dios mismo, descubriendo que él no es soledad infinita, sino comunión. Comunión de vida y de amor, análogamente a una familia. Vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.

“A Dios nadie lo ha visto jamás, pero él mismo nos ha dado a conocer” (cf. Jn 1, 18) su misterio, en la auto – revelación que ha hecho de sí, y ahora con el apóstol san Juan, podemos afirmar: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16), «hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16).

El misterio de Dios no es algo que se haya quedado pues cerrado, sino que se nos ha abierto y se ha desbordado. Ahora, nosotros, podemos participar de él, entrar en su comunión a través del Hijo encarnado. Quien se encuentra con Cristo y entra en una relación de amistad con él, acoge dentro de sí la misma comunión de Dios: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

La segunda lectura de hoy nos regala esa fórmula de comunión trinitaria que se ha hecho célebre como saludo inicial de la misa: “La gracia de nuestro señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros”. De hecho, será difícil que al proclamarlo hoy en la misa no haya alguno de los asistentes que responda instintivamente: “amén”. En esta salutación del apóstol a los cristianos de Corinto se describe el carácter propio de cada una de las personas en la Trinidad.

El amor del Padre también es el protagonista de la enseñanza de Jesús a Nicodemo que encontramos en el Evangelio: “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para que no perezcan ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Ahí aparece claramente la encarnación y la misión del hijo como el regalo gratuito que nos hace el Padre: es la gracia. “Creer en el nombre del Hijo único de Dios” es la condición para la salvación del hombre; es decir confesar a Dios como el amor que se entregan y reciben el uno del otro, el Padre y el Hijo: es el Espíritu de la comunión de ambos. Dios es, como dice san Agustín, Amante, Amado y Amor.

“El Dios del amor y de la paz” es el Dios compasivo y misericordioso que perdona los pecados del pueblo y nos hace hijos y herederos suyos. Celebrar que “Dios es amor» no nos deja indiferentes a los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios. El hombre que es consciente y libre en su voluntad para amar se hace responsable de esta dignidad: ser creado por amor y para amar. La vocación al amor es la respuesta a Dios y al prójimo y se realiza con la entrega sincera de sí. En este amor, el ser humano encuentra su verdad y su felicidad.

En este domingo no solo contemplamos el misterio, sino que también nos dejamos afectar por la contemplación llena de afecto. Se trata de vivir este misterio, no solo admirarlo. Creer el Hijo de Dios, que trajo la vida divina como fuego, para que se encendiera sobre la tierra. Creer en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida. Vivir por tanto como hijos en el Hijo, como escribe san Juan en el prólogo de su evangelio (cf. Jn 1, 13). Dirigirnos a Dios, engendrados por el Espíritu, con las mismas palabras de Cristo, llamándolo: «¡Abba, Padre!». Vivir la comunión misma de la Trinidad haciendo de la humanidad una sola familia de hermanos para gloria de Dios Padre.